Se ha presentado editorialmente este libro como un «panfleto» de denuncia, modestamente esta entrada quiere contribuir a denunciar ese panfleto. Me quedo con la primera acepción del término en la RAE, «libelo difamatorio», ya que se trata, efectivamente, de un libelo en toda regla contra la Estética; la segunda acepción, «opúsculo de carácter agresivo», parece convenirle menos ya que tiene sus cerca de 500 páginas (podía seguir caóticamente otros cientos más) y, por otra parte, el buenismo neocon de que hace gala transforma la agresividad en su contrario: este libro es un ejemplo meridiano de esa estetización cultural que dice denunciar. No está solo. Una de las cosas que más me duele es el poco caso que se le hace al sandunguero Papa Francisco (no me atrevo a llamarle Francisco a secas como hacen algunos católicos de confianza sobona) cuando recomienda no «procrear como conejos». ¿Se imaginan a un Bauman y al mismo Lipovetsky teniendo solo los tres hijos (culturales) que recomienda el Papa? Parece que la «modernidad líquida» y la «era hipermoderna» generan incontinencia espermática cultural.
Este libro es un ejemplo meridiano de esa estetización cultural que dice denunciar
Comencemos por el fenómeno de la estetización para finalizar con unas consideraciones sobre la Estética.
De manera efectista los autores comienzan con una crítica al esteticismo desde la más pura ortodoxia situacionista para luego retroceder y asegurar que esa no es exactamente su postura, ya que el objetivo del libro es más imparcial: reconocer las aportaciones del capitalismo artístico y también sus fracasos, puntualizan. En realidad, de las primeras apenas hay noticia mientras que se da cumplida cuenta de los segundos: ya no estamos en la sociedad del espectáculo sino del «hiperespectáculo», en que no se acentúan las diferencias, sino que se borran. El capitalismo artístico sería la fase final de un proceso histórico de estetización (arte para los dioses, para el Príncipe, arte por el arte y, ahora, arte para el mercado) en el que se ha sacrificado el arte al mercado estetizando la vida diaria. En resumen: el capitalismo artístico no solo es el arte como mercado sino también y, sobre todo, el mercado como arte, la estetización de la mercancía. Las socorridas «denuncias» (parecen agentes a sueldo de Jeff Koons y Damien Hirst) a los camelos del arte contemporáneo, que los hay, dejan como poso la sospecha de que todo el arte contemporáneo es un camelo, que no lo es, con la intención, no de proponer algo, sino de exponer la nostalgia por un arte esencialista, el verdadero arte, y no los adefesios que comisarios de estetica vaporosa y marchantes sin escrúpulos (a veces los mismos) venden en las subastas y catalogan en las exposiciones. Al fin y al cabo, todo se publicita como diferente, como pos o post, pero todo acaba dando igual en esta sociedad hiperconsumista, hipermoderna, transestética…, bueno pueden seguir acumulando prefijos y leyendo variaciones de lo mismo hasta el infinito en un bucle al más puro estilo de las jeremíadas made in Vargas Llosa. Aunque, no todo parece estar perdido, y con un golpe de dramatismo retórico a la vieja usanza deslizan la gran pregunta, envidia de cualquier tertulia insustancial:
«¿Puede salvar la belleza al mundo?»
Silencio recogido. Con el «alma bella» esteticista hemos topado. Naturalmente no hay una respuesta en el libro sino suspiros y nostalgias de la importancia de la belleza para la vida, aunque la haya perdido para el arte, todo ello cortesía de la marca Danto. La autopregunta es una memez. Si hay que «salvar» al mundo se supone que tendrán que hacerlo seres humanos con la ayuda de otros seres humanos y de otros seres humanos, y no entidades abstractas, más propias de totalitarismos que de socidades democráticas. De hecho, era la pregunta favorita de Leni Riefenstahl. Además, quizá no sea ocioso inquirir a qué clase de belleza se refieren (aparte del buenismo de que sea «armoniosa» y no «competitiva») ya que los seres humanos tienen distintos cánones de la misma. En todo caso, esa autopregunta es una forma de esteticismo ya que es estetizar la vida diaria asegurar que la solución a sus problemas viene por una estética que, para rematarlo, se confunde con la cosmética, aunque se denuncie a la falsa «dictadura de la belleza». O, peor aún, a la que se sigue endosando la tarea de «sensibilizar» ideas políticas, morales y religiosas, ignorando irresponsablemente que este es el verdadero esteticismo en Estética. Esto ya no es solo cosmética, es pornografía emocional. Con estas premisas no es extraño que concluyan que «la era transestética en camino es planetaria». Solo falta la otra palabra que hace unos años «ponía» tanto, especialmente al público latinoamericano: «ontológica».
Este libro es como la pesadilla de la peor de las tesis doctorales: cuatro ideas y cuatro mil fichas de citas irrelevantes. Así nos llegamos a enterar de lo que cobró Bruce Willis por su papel en El sexto sentido. Por mucho «hiper» que anteponga, sus dos ideas centrales (una dividida en dos como Jesulín de Ubrique) tuvo a bien anunciarlas al personal un profesor español con voz resacosa en uno de aquellos inolvidables cursos de verano de la Menéndez Pelayo: del Dasein al Design. Excuso decir si los ojos como platos de los oyentes eran debidos a la gravedad de la revelación o a los excesos nocturnos de todo tipo. Leyendo este libro me ha parecido estar revisitando la inolvidable película Golfus de Roma de Richard Lester. Por él desfilan en plan vodevil especímenes de nombres tan bizarros como homo consumericus, homo automobilis, homo festivus, que llevan, al final, una «ética estetizada de la vida». ¿En qué consiste esta? No se sabe muy bien, pero una palabra se repite con frecuencia: hedonismo. Su significado es tan confuso como sugerentes sus connotaciones (pecaminosas). No sé, en su crítica a las producciones de los artistas uno tiene la sensación de que no les enfada tanto a estos autores el que hagan lo que hacen como el que cobren lo que cobran; que están condenando culturalmente simple y llanamente un tipo de conductas que a ellos les prohibe ya más la biología que la ética. Qué se la va a hacer si el filósofo, como deploran, ya no expresa el Absoluto y se ha convertido en un animador cultural. Pero no es cierto, y se equivocan históricamente, al afirmar que lo que llaman «era hipermoderna» ha supuesto el fin de «la religión romántica del arte». El romanticismo sigue triunfando en el tecnorromanticismo. Otro error, este sí garrafal, es la confusión a lo largo del libro entre Arte y Estética. Pero no solo es cosa suya.
La Estética es conocimiento, una teoría de la sensibilidad solidaria. Esto implica varias cosas. En su faceta cognitiva evita emplear una terminología de sociedades simples cuando vivimos en sociedades complejas. Aquí se maneja una terminología trasnochada de capitalismo artístico, emocional, inmaterial, hasta ecológico, de consumo de masas, a cargo de individuos híbridos, nómadas… Le asocia inevitablemente a un proceso de estetización de la vida diaria cuando lo cierto es que desde los situacionistas mismos ese discurso anticapitalista (que tenía sentido en la política de bloques entonces, hoy no) es esteticista por globalizador. Con ello llegamos al meollo del asunto: decir que vivimos en un mundo estetizado es una banalidad parecida a afirmar que vivimos en un mundo globalizado, haciendo un gesto circular con la mano, a ser posible. Pero, en este caso, no es solo una banalidad, es una frivolidad rayana en la maldad. Porque, al final de la lectura, uno no puede por menos de exclamar abrumado por la riña: vale, estamos arrepentidos y, ahora, ¿qué hacemos? Nada, excepto cuatro páginas finales de a ver si se arreglan las cosas con un poco de buena voluntad. Son nómadas, no tienen tiempo para más.
Antes, ahora menos, había unos «no lugares», en los que gentes como estos autores llevaban a cabo sus «moralidades posmodernas», al decir de su compañero de «juegos» Lyotard. Eran los aeropuertos donde enlazaban un avión con otro para llegar agitados a otros «no lugares» donde daban la misma conferencia. Del otro mundo real, ni noticia, bueno sí, lo declaraban ficción, ya se sabe «lo poco real es lo real» que uno no quiere ver. Su mundo es el mundo de las generalizaciones, del «diseño» que critican en la medida en que fervorosamente practican. Hay estetización en el mundo, sí, y mucho de lo que denuncian es cierto, ¿vivimos en un mundo estetizado? Ustedes sí, mucha gente no. Permítanme unas pinceladas de ese otro mundo, ciertamente parciales y solo de lo que más conozco. Seguro que otros pueden completarlas con más datos.
A pesar de la desidia ministerial hacia la cultura (su aportación más notable es una ley antidescargas) hay otras instancias, como universidades, a través de servicios de actividades culturales, másteres en cultura, actividades musicales y teatrales, que promueven una cultura crítica y de calidad; hay salteadores de caminos autodenominados artistas pero también en el otro extremo los numerosos estudiantes de Bellas Artes que exponen una obra en proceso muy interesante; como nunca florecen las revistas de cultura (de «alta» cultura, no se inquieten) en las Facultades de Humanidades promovidas por los alumnos; hay movimientos culturales ciudadanos a través de asociaciones que, por ejemplo, y a diferencia del ombliguismo del ser o no ser de los grandes museos, ponen en valor recursos locales; hay numerosos profesores que, ignorando las vaciedades sobre el homo aestheticus y el homo pantalicus de estos «colegas», promueven un cambio en la educación al alcance de sus medios y con los medios, como este profesor de filosofía en Extremadura del que adjunto la portada de su libro. Lamentablemente sus valiosas aportaciones no llegan a las llamadas editoriales de prestigio. Es una pena, y en buena medida la creciente desafección al papel viene dada por la ausencia de acogimiento de este tipo de verdaderas alternativas, no de vocingleros repetidores de eslóganes publicitarios.
Hay mucho más, la enumeración sería muy larga, y seguramente cualquiera de los lectores conoce más casos, aunque entiendo que precisar aburre; que, frente al confortable vivir en el «hotel abismo» del catastrofismo esteticista, estas aportaciones ciudadanas no son mas que el humilde chocolate del loro. De todas formas, no vamos a esperar a que nos salve la belleza o el dios de Heidegger al que se encomiendan los autores, una suerte de venta de acciones preferentes; ofrece mas confianza ver que son, somos, muchos loros intentando crear esa cultura que ayude, quizá, a cambiar algunas cosas, en todo caso a percibirlas de modo distinto. Que no se consigue, al menos se incordia un rato, que para eso también están los loros.